¿A dónde lo llevo? –Me pregunta la joven conductora del taxi al que me subo en alguna de las céntricas calles bogotanas–. Soy de los que aún me sorprendo gratamente cuando la que conduce es una mujer. Al edificio de El Tiempo –le respondo–. ¿Es periodista? –Comienza la conversación mientras se abre espacio con habilidad entre los “trancones” y el perro junto al taximetro no para de mover la cabeza–. Algo así –asiento con sarcasmo y leo su nombre (Marcela) en el espaldar del copiloto–. Debe saber entonces que soy enfermera y que cambié las clínicas por este taxi que trabajo junto a mi esposo. Gano más y vivo mejor –relata con orgullo.
Mientras Marcela se gana en promedio unos 35.000 pesos como auxiliar de enfermería por un turno de 8 horas en un hospital, en el oficio de taxista puede completar hasta 100.000 pesos al día (libres de gasolina o gas, lavado y la cuota para el propietario), según si el horario es diurno o nocturno. En pocas palabras, lo que estudió no le da para vivir. Toda una paradoja. El carro que trabaja se lo prestó su padre y gracias al taxi ha podido –vaya contradicción– estudiar aquello que no ejerce.
¿Sabe qué? Nos ha ido tan bien que el próximo año vamos a tener hijos y puede que hasta compremos casa –me explica con la espontaneidad que caracteriza a una mujer de 20 años–.
Entonces le cuento que en Colombia vivimos acostumbrados a registrar tasas de desempleo que disminuyen pero a niveles de subempleo que crecen. En pocas palabras, trabajadores que desempeñan en oficios para los que no se prepararon o que se encuentran inconformes con su ingreso, sumados a los abundantes informales (los del puesto en la calle en su mayoría).
Hay cerca de 21,8 millones de trabajadores en Colombia y unos 9 millones dedicados al denominado rebusque (hay quienes dicen que son muchos más). La tasa de informalidad laboral (negocios que no hacen aportes de seguridad social) superó el 50 por ciento y se crean al mes alrededor de 750.000 nuevos empleos en promedio. La tasa de desempleo de jóvenes ha llegado a crecer hasta un 20,9 % (el promedio de América Latina es cercano al 15 %) y la nacional (la que vemos mes a mes) ya se encuentra por debajo del 9 por ciento.
Creo que si quisiera contar más historias como la de Marcela, mencionaría a ingenieros, administradores y hasta a un profesor que me dictó clase, que en algún momento vi conduciendo taxi. Aunque no lo crean en su carro amarillo iba a la universidad. Es la realidad de un país donde la gente estudia pero no todos consiguen empleo o por lo menos no donde quisieran.
Y llegué a mi destino. Le agradecí a Marcela por la buena historia, lamenté su frustración y celebré su alegría por los hijos que tendrá el próximo año. También le reconocí que no se hubiera tratado de uno de los tantos taxis (de cada 10, por lo menos 6) que deciden no llevar a sus pasajeros en Bogotá.
Me bajo y antes de cerrar la puerta aparece una pasajera. ¿A dónde va? –le pregunta la experta conductora–. Al norte –le responde–. No allá no voy, no me sirve –cierra y se va–. Nada puede ser perfecto. Pero después hablamos de los taxis y Uber.
Por: Juan Manuel Ramírez Montero / Twitter: @Juamon /
Publicado El Portafolio 01/12/2014