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Entre Escocia y Colombia

El rechazo de los escoceses a la arrogante centralización de Inglaterra es similar al sentimiento de muchas regiones colombianas que perciben la indiferencia del Gobierno bogotano.

Han pasado 307 años de historia común entre Inglaterra y Escocia, en los cuales el reclamo de los independentistas ha sumado adeptos que fortalecieron la creencia de que el ‘Sí’ podría ganar el reciente referendo.

Aunque fueron más de 400.000 votos por encima del ‘No’ que obtuvieron los unionistas, lo cierto es que la votación dejó varios mensajes que alertaron al Gobierno británico sobre la necesidad de consolidar la descentralización como un mecanismo de eficiencia en el manejo de los recursos y la atención de problemas tempranos en Escocia. Pudo más el temor sobre el cambio de moneda, la reorganización administrativa y los efectos económicos de una inminente separación, que los reclamos de cientos de ciudadanos que no se sentían representados por el primer ministro del Reino Unido, David Cameron.

Sin embargo, más allá del triunfo de los unionistas y de la derrota de los independistas, el sabor amargo de un 40 por ciento de la población electoral que reclama mayor autonomía, cambios estructurales en el funcionamiento del Gobierno Central y en las políticas sociales que cobijan en beneficios al ciudadano en general, dejó una polarización en el aire que durará no pocos años. Seguramente, lo que se vienen son debates en el Parlamento británico y en los diferentes espacios de opinión sobre las nuevas reformas a las que deberá apuntar el Gobierno para enfrentar los retos del futuro y satisfacer los reclamos de ese segmento de la población inconforme. Entre los cambios que urgen se encuentra la incapacidad de Londres de interpretar los verdaderos problemas de Escocia y formular políticas públicas que realmente representen los intereses de los ciudadanos en esa región.

Ese dilema no dista de lo que sucede en Colombia, donde constitucionalmente se ha establecido que las regiones gozan de los beneficios que representa el proceso de descentralización que comenzó en 1991 y que hoy, en medio de tanta reforma, pareciera incumplirse. El trato permanente a los departamentos ubicados sobre las fronteras o de la Costa Atlántica desde Bogotá, donde se formulan las políticas públicas del país, pareciera el mismo de un profesor con un alumno de kínder. Los casos de corrupción, claramente identificados y preocupantes en las regiones han generado que cada día los departamentos y municipios pierdan su autonomía y ralenticen sus procesos administrativos dependiendo en materia administrativa y financiera de autorizaciones inútiles desde el Gobierno Central. Los procesos terminan siendo tan engorrosos, sumados a las exigencias desbordadas de los entes de control, que muchos entes territoriales prefieren dejar de recibir recursos antes que ejecutarlos de manera equivocada.

Y el ejercicio de la planeación también ha fracasado a la luz de muchos testigos. En los pasillos de los edificios públicos o en los medios de comunicación se murmura la incapacidad de las oficinas encargadas de dicha tarea para interpretar las verdaderas necesidades del ciudadano de provincia. Resulta aterrador el nivel de desconocimiento de los nuevos profesionales que resuelven problemas desde su escritorio y la deshumanización de sus medidas. Ya es hora de entender que las regiones son mayores de edad y que tanto problema en los departamentos no es solo culpa de los malos administradores, sino también de la excesiva centralización territorial.

Por: Juan Manuel Ramírez Montero / Twitter: @Juamon /

Publicado El Portafolio 23/09/2014